Resumen
El presente trabajo explora las posibilidades para hacer referencia a una antropología de la memoria desde la cual sea posible aproximarnos al análisis de hechos sociales. En este sentido, hacemos referencia a la memoria colectiva y su relación con el olvido, como procesos políticos propios de tradiciones culturales específicas.
De este modo, la memoria permite establecer un conjunto de relaciones entre diferentes temporalidades y sus hechos constitutivos. La rememoración es un marcador cuya función primordial es la de construir puentes de significación entre un conjunto de sucesos que son nombra- dos, clasificados y proyectados desde el presente.
Desde nuestras consideraciones, la antropología de la memoria no se fundamenta en un pasado absoluto, sino en un conjunto de vínculos que la memoria establece con el presente a partir del olvido, no como su contraparte, sino como un elemento que corre a la par de la rememoración y que facilita la representación y la resignificación de lo acontecido.
Palabras clave: memoria, memoria colectiva, tradición, rememoración, olvido.
Abstract
This paper explores the possibilities to refer to an anthropology of memory from which it is possible to approach the analysis of social facts. In this sense, we refer to collective memory and its relation to oblivion, as political processes specific to specific cultural traditions.
In this way, memory allows us to establish a set of relationships between different temporalities and their constitutive facts, that is, remembrance is a marker whose primary function is to build bridges of meaning among a set of events that are named, classified and projected from the present.
From our considerations, the anthropology of memory is not based on an absolute past, but on a set of links that memory establishes with the present from oblivion, not as its counterpart, but as an element that runs alongside the remembrance and that facilitates the representation and the resignification of what happened.
Keywords: memory, social memory, tradition, remembrance, oblivion.
A manera de introducción
Los recuerdos de cada pueblo son el vehículo a partir del cual una sociedad se narra, se afirma y se reafirma en el tiempo. La capacidad de los grupos para contar su propia historia ha permitido que su cultura se materialice en formas de vivir concretas. Este proceso es producto del intercambio social, del conjunto de relaciones que se establecen entre quienes están presentes y a quienes se les representa de diferentes maneras a través de la rememoración. Desde la memoria aludimos a un marco de referencia, desde el cual se estructuran y se significan formas de organización social, política, económica e identitaria.
A partir de la ganancia que para nuestra especie significó la adquisi- ción de la memoria, como una posibilidad de inserción en el tiempo y
en el espacio compartido, el homo sapiens ha usado esta facultad en dos líneas básicas. A partir de la llamada memoria individual, desde la cual se han estructurado sus posibilidades psíquicas y cognoscitivas, este se ha incorporado a los campos semánticos de lo social.
Esta facultad ha permitido generar un conjunto de prácticas que la co- lectividad ha perpetuado y, por tanto, es posible constituirse como sujeto ficto, es decir, como un sujeto estructurado a partir de las instituciones que cada grupo ha creado. Cierto es que, en determinados ámbitos, la memoria en tanto manifestación de un individuo habrá de servirse de impresiones y recuerdos que son considerados individuales. Esta será una facultad que se relaciona directamente con aquello que cada individuo manifiesta y significa de la realidad de la que forma parte: dará un sentido específico al contexto que le rodea y a las posibilidades que este le ofrece (Candau, 2006).
Sin embargo, ¿hasta qué punto puede hablarse de memoria indivi- dual?, ¿cuál sería el límite entre la memoria individual y la memoria colectiva?, ¿se puede hablar de una diferencia entre una y otra, o solo se trata de variaciones, de matices que esta facultad de la especie manifiesta en todo momento? De entrada, consideramos que una y otra obedecen a proyectos muy específicos.
El hablar de memoria individual es hacer referencia a un conjunto de prácticas y de instituciones alrededor de ella. Se trata de un proyecto que busca colocar a la memoria individual como eje para la construcción de procesos sociales. Una memoria vista desde esta perspectiva posibilita el hablar de la individualidad como constituyente de un proyecto civi- lizatorio occidental; este ha consolidado procesos de individualización progresiva y ha validado la consolidación de un proyecto civilizatorio (Durand, 1999).
Sin embargo, cabe otra posibilidad, la de hacer referencia a una me- moria denominada colectiva, que hace contraste con la individual; desde ambas perspectivas nos referimos a la facultad que posee el hombre para rememorar. La diferencia radica en los proyectos que una y otra han ins- taurado, las posibilidades que una y otra ofrecen, las instituciones que se
encuentran alrededor de ellas y, por lo tanto, es posible aproximarnos a las políticas y usos que de ellas se derivan.
De este modo, podemos plantearnos las siguientes interrogantes: ¿Qué posibilidades se tienen para enunciar una memoria colectiva?, ¿cuáles son sus alcances epistemológicos y heurísticos?, ¿qué instituciones se mueven a su alrededor?, ¿qué tipo de sujetos surgen de su interior?, ¿a qué realidad hace referencia?
En este caso concreto, hacer referencia a la memoria desde la antro- pología implica necesariamente trazar un espectro semántico que nos posibilite un acercamiento y una compresión sobre su especificidad. Es necesario poner de relieve las condiciones que hacen posible el hablar de una memoria colectiva en tanto hecho social concreto.
El abordaje antropológico de la memoria es indisociable del olvido: no puede pensarse un hecho concreto de memoria sin considerar la influen- cia que el olvido manifiesta en este. A la antropología le corresponder develar los procesos que constituyen al olvido como un proceso cultural, social y, por ende, político.
En este sentido, proponemos conceptualizar al olvido como parte de un proceso de memoria, implicado en una serie de secuencias históricas, de posibilidades de reflexión, vinculado con espacios de inflexión, de re- memoración y de resignificación de cada hecho social.
Una antropología de la memoria será una genealogía en el sentido pleno que da Foucault (1997) al término; es, ante todo, un acercamiento a procesos sociales. Se trata de un ejercicio que devela y muestra, pero que también constituye y reconstituye. Los procesos de memoria confi- guran y dibujan espacios de poder, nos muestran relaciones específicas de sujeción y de negación, así como antagonismos, luchas, acomodos y reacomodos.
Una genealogía de la memoria no se contenta con el testimonio que pone en evidencia un hecho, sino que lo contextualiza, lo contrasta con la marcha de la historia y sus tiempos; toma el hecho no a partir de su origen —de hecho, no va al origen—, sino que nos muestra los orígenes diversos y desarticulados que dan lugar a un suceso. Esta no busca una
causa única, unidireccional, lineal, sino que va a las coyunturas, a las manifestaciones de los poderes varios y diversos.
Una genealogía no pierde de vista que la memoria es la manifestación de una compleja convergencia de poderes; por tanto, identifica a sus acto- res, les da un rostro, los lleva a la dimensión de la historia. No se contenta con el sentido, sino que entiende que no hay un sentido, pues se trata de sentidos diversos, heterogéneos, vinculados con estructuras de poder específicas e históricas. La genealogía es el hilo conductor a partir del cual se accede a lo múltiple y ve su convergencia en espacios y tiempos concretos. Una genealogía de la memoria cuestiona, interpela, contrasta, busca respuestas.
En función de lo referido, una antropología de la memoria ha de poner de relieve las condiciones, pero también los elementos que hacen posible el referirnos a una memoria, ante todo, colectiva. Por tanto, el olvido ha de formar parte de su comprensión, de sus posibilidades hermenéuticas y heurísticas concretas.
Para una antropología de la memoria
Para los objetivos del presente trabajo, son pertinentes las siguientes preguntas: ¿Cuál es la especificidad de la comprensión de la memoria a partir de la antropología?, ¿cuáles serían sus posibilidades de enunciación y de construcción de un corpus epistemológico?, ¿qué puede decir la antropología sobre la memoria en tanto construcción social?, ¿cuáles son los presupuestos metodológicos de los que parte la antropología en su abordaje de la memoria?
El considerar a la memoria solo como la facultad para rememorar he- chos en relación con el tiempo, en este caso concreto hechos del pasado, ha sido una constante en la investigación. Se ha privilegiado la capacidad del sujeto para rememorar y, a partir de una narrativa individual, recons- truir un hecho específico acontecido en un momento que no es el presente.
La antropología ha partido de este presupuesto: a partir de la entre- vista, en relación con la etnografía, ha recreado mundos que no están
presentes, pero que se dice, existieron. La antropología parte del testi- monio, de la capacidad del sujeto para traer a un presente un conjunto de sucesos; sin embargo, de acuerdo con Benjamin (2008):
La imagen verdadera del pasado, pasa de largo velozmente. El pasado sólo es atrapable como la imagen que relumbra, para nunca más volver, en el instante que se vuelve reconocible. Si es auténtica, ello se debe a su fugacidad. En esta reside su oportunidad única. Precisamente porque esta verdad es pasajera y porque un soplo se la lleva es mucho lo que depende de ella. La apariencia en cambio espera su sitio pues se aviene mejor con la eternidad (p. 107).
La antropología ha quedado situada dentro del espacio de lo que deno- minaremos memoria pasado. Esta consideración en torno a la memoria ha construido en torno suyo un conjunto de prácticas y modelos de in- terpretación. Desde la rememoración recogida a partir del método usado por la antropología, se ha considerado que la memoria es una capacidad en relación estrecha con la imaginación, es decir, se trata de un conjunto de imágenes que se encuentran presentes en la memoria del sujeto y que, necesariamente, marcan la pauta para el rememorar.
Este cúmulo de imágenes-hecho han sido recogidas a partir de mitos, historias, cantos, rituales… arraigados dentro de una tradición. Así, se le reconoce a la memoria la capacidad no solo para almacenar información, sino para hacer una selección de la misma. Consideramos que este tipo de abordaje es solo un primer nivel, en el cual han permanecido ciertas corrientes de la antropología.
En este hacer, se han visitado innumerables pueblos en la búsqueda de este tipo de testimonios, con lo cual se ha exaltado esta facultad. Se han promovido, a partir de la etnografía, los contextos a partir de los cuales se logran estas proezas memorísticas. Lo que nos muestran es un arte: la capacidad de la memoria por retener y almacenar cualquier tipo de información.
Este tipo de abordaje ha permitido establecer vínculos entre la me- moria y sus contextos; por ejemplo, la recitación y reconstrucción de genealogías, la recitación de mitos cosmogónicos, la recitación de cantos de sanación y la rememoración de sucesos y luchas entre los pueblos. Hasta aquí, hacemos referencia a la memoria en relación con la tradición oral.1
Memoria colectiva
Ahora bien, consideramos pertinente tomar como punto de partida una premisa fundamental: ¿qué es la memoria?, ¿cómo definir desde la antropología este concepto, de manera que nos brinde herramientas para su comprensión? De entrada, se trata de una facultad humana; dentro de sus posibilidades se encuentra el almacenar, rememorar, representar, resignificar un conjunto de experiencias que poseen un sentido esencial para la acción del sujeto en un ámbito social.
Como memoria, se manifiesta concretamente a partir de relaciones se- mánticas que adquieren un significado dependiendo de cada contexto y de los usos que de este se pueden hacer. Esta característica es central para los objetivos e intereses de la antropología, dado que considera el hecho de comprender la memoria en relación y constante comunicación con las que le rodean. Estamos haciendo referencia a una memoria que es consciente de sí misma, de la relación que guarda tanto con el tiempo como con el olvido, en tanto espacio que permite la configuración, reconfiguración, resignificación y representación de aquello que le constituye.
De acuerdo con Duch (2002), la memoria nos sitúa en otro tiempo, suscita una comprensión alternativa del pasado que, por la vía de la re- memoración, pone en cuestión las significaciones heredadas. La memoria colabora de manera muy directa en la convivencia porque con su con- curso se llega a ser apto para compartir las facetas y los valores de una cultura concreta.
La memoria facilita el compartir, pone en circulación y comunica el conjunto de significados compartidos, en relación con el pasado y en di- rección al futuro. El trabajo de la memoria hace posible que el ser humano pueda construir su presente. Al examinar de cerca cómo se construyen y se significan los tiempos, nos damos cuenta de que, en realidad, dicho proceso tiene que ver muy poco con el pasado y mucho con el presente.
El hecho de recordar a partir de la memoria (y también de olvidar) es un dato estructural; es necesario tener presente que no solo los re- cuerdos concretos, sino incluso las maneras de recordar (y de olvidar) se encuentran relacionadas con contextos sociales definidos. El recordar y el olvidar están culturalmente determinados.
La memoria se encuentra íntimamente relacionada con la disposición espaciotemporal del ser humano. Sin embargo, en este caso, se trata del espacio social que es el espacio vital de los seres humanos. El espacio social se configura mediante la interacción que ejercen entre sí los indi- viduos y los grupos sociales. Este es el efecto producido por las diversas operaciones que lo orientan, que lo significan, que lo temporalizan y que le hacen funcionar como una unidad.
El espacio como asentamiento de la memoria está determinado por la am- bigüedad del recuerdo, por las políticas del olvido, por el ejercicio del poder. El recordar humano constituye una práctica, siempre móvil y revisable, que se lleva a cabo en un espacio y tiempo fluidos, con fisonomías constante- mente mudables, es decir, no existe un espacio neutro (Duch, 2002).
Al respecto, Michel de Certeau (2000) establece una diferencia entre espacio y lugar. El lugar puede ser considerado como el orden en el que se encuentran distribuidos, en una relación de coexistencia, elementos de naturaleza homogénea o diferente. No existe, por lo tanto, la posibilidad de que dos cosas ocupen la misma superficie.
En el lugar, los elementos se encuentran situados unos al lado de los otros de acuerdo con sus características propias y distintivas. Un lugar implica una indicación de estabilidad. Es posible referirnos al espacio cuando se consideran los vectores direccionales, la cantidad de velocidad y la variable del tiempo.
El espacio es un entrecruzamiento de circunstancias, algunas de ellas históricas. De alguna manera, este se encuentra animado por el conjun- to de los movimientos que en él se despliegan. El espacio es mudable, propio de la memoria; sin embargo, el lugar es una de sus coyunturas. La reflexión sobre la memoria nos lleva a las siguientes consideraciones: esta expresa en cada acto de rememoración el nexo que existe en el mo- mento presente, entre la memoria como junto de hechos y el pasado.
Ya que el hombre no puede dejar de ser hombre en el tiempo, la me- moria de quien recuerda introduce en la rememoración un conjunto de elementos personales, así como de elementos propios del contexto histórico, cultural y social que se encuentran presentes al momento de rememorar. En este sentido, los hechos rememorados no son neutrales, sino que se encuentran inmersos dentro de un espacio de olvido, autobio- gráfica y socialmente matizados.
El trabajo de la memoria no se limita a una mera reconstrucción histó- rica o cultural en el presente, de lo que aconteció en el pasado, sino que una de las posibilidades sería que el individuo y la comunidad de la cual forma parte lleguen a tomar conciencia de quiénes son, resignificando su presente a partir del pasado. Se trata de una memoria viva2 que se encuen- tra en constante intercambio en una red de relaciones con otras memorias, con instituciones diversas, en contextos específicos y con olvidos muy particulares.
De acuerdo con Bergson (1994), el pasado no vuelve a la conciencia más que en la medida en que puede a ayudar a comprender el presente y a prever el futuro; se trata, como él dice, de un esclarecedor de la acción. Si la totalidad de nuestros recuerdos ejerce en todo instante un impulso des- de el fondo del inconsciente, la conciencia atenta a la vida, no deja pasar más que a aquellos que pueden concurrir a la acción presente. Se trata de un movimiento sin cesar entre la esfera de la acción y la memoria pura.
Ante esto, Bergson (1994) se plantea la cuestión de si, efectivamente, el pasado ha dejado de existir o solo ha dejado de ser útil. No se puede definir arbitrariamente por presente lo que es, mientras que el presente es simplemente lo que se hace. Cuando se piensa en ese presente como debiendo ser, no es todavía, y cuando lo pensamos como existente ya ha pasado. No percibimos prácticamente más que el pasado, siendo el presente puro el imperceptible progreso del pasado; en este sentido, la memoria es
coextensiva con la conciencia, retiene y alinea unos tras otros todos nuestros estados a medida que se producen, dejando a cada hecho su sitio y por tanto señalándole su fecha, moviéndose realmente en el pasado definitivo, y no en un presente que recomienza sin cesar (Bergson, 1994, pp. 84-85).
En este sentido, Candau (2006) nos menciona que, para conservar el recuerdo, para pensar, es necesario memorizar un mundo previamen- te puesto en orden. Recordar, tanto como olvidar, es clasificar según modalidades históricas, culturales, sociales. La primera operación de or- denamiento consiste en distinguir el presente del pasado, operación que ha de considerarse como uno de los universales antropológicos.
Pensar el tiempo supone nombrarlo, clasificarlo, ponerlo en orden. Así, es posible hablar de tiempo profundo, es decir, relacionado con la representación que puede tenerse de este proceso y no de una memoria en tanto tal. Se trata de una representación que se encuentra operando y que está movilizando ciertas relaciones entre hechos y sus significados.
No se trata de decir que alguien en particular pueda tener un recuerdo de hace dos millones de años, pero sí de afirmar que este hecho puede relacionarse con otros. Es un tipo de memoria fuerte porque organiza de manera perdurable la representación que un grupo hace de sí mismo, de su historia y de su destino.
Toda evocación del pasado adquiere un aspecto de cosas vistas, que se inscriben en una misma duración, y hace alusión a un mismo tiempo: el de la comunidad. El tiempo fuera de la historia, fuera del acontecimiento, se resume de hecho en un origen: el del pueblo.
La memoria larga ignora la cronología rigurosa de la historia y sus fechas precisas. Se verifica aquí que el tiempo, en su duración, no es per- cibido como una cantidad mensurable, sino como una calidad asociativa y emocional que reenvía a las representaciones que se forjan los miem- bros de un grupo acerca de su identidad y de su historia.
Nos enfrentamos a la relación que se da entre memoria y olvido, sin duda, debido a que todo lo memorizable no es necesariamente memo- rable. Al respecto, Halbwachs (2004) menciona que el tiempo no tiene realidad, sino en la medida en que tiene un contenido, es decir, en la me- dida en que ofrece una materia de acontecimientos al pensamiento.
Ello supone, evidentemente, que lo memorable, lejos de ser un pasado registrado o un conjunto de archivos, es un saber presente, que procede por reinterpretaciones, pero cuyas variaciones incesantes no son del todo perceptibles dentro de la tradición de la cual surgen.
Vista así, la memoria se mueve dentro de la oralidad y, desde esta perspectiva, la oralidad se mueve en una atmósfera en la que prevalece la memoria colectiva. La cultura oral es un elemento sumamente impor- tante, pues se trata de un dispositivo memorizador. El hombre añade a la memoria genética una memoria transmitida por la cultura de generación en generación.
De esta manera, la memoria cobra una nueva significación, dado que, al transferir los saberes individuales a los sociales, a los que la colectividad representa como suyos al significar lo que fue el pasado confrontándolo con el presente, de acuerdo con las necesidades y requerimientos que
este plantea, se abre el espacio para la memoria colectiva (Pérez Taylor, 2002). De acuerdo con Leroi Gourhan (1971):
Ningún antropólogo puede discutir la voluntad de los grupos humanos para elaborar una memoria común, una memoria compartida cuya idea es muy antigua. Los mitos, las leyendas, las creencias, las diferentes religiones son construcciones de las memorias colectivas. Así, a través del mito los miembros de una sociedad dada buscan traspasar una imagen de su pasado de acuerdo con su propia representación de los que son, algo totalmente explícito en los mitos sobre los orígenes. El contenido del mito es objeto de una regulación de la memoria colectiva que depende, como el recuerdo individual, del contexto social y de lo que se pone en juego en el momento de la narración (p. 116).
La memoria colectiva es representación, dado que se mueve en el campo de la significación temporal, trayendo del pasado las formas de interpretación de los acontecimientos que se necesitan recordar. Al esta- blecer que la memoria colectiva se manifiesta a través de su representación individual o colectiva se afirma que esta es producto de la permanencia del discurso, que abarca a un individuo social o a una colectividad, que va de la experiencia vivida por una generación hasta el recuerdo de varias generaciones, cuyo saber se mantiene vivo a través de la memoria, pero, en todo caso, se encuentra en el pensamiento social, es decir, entre los sujetos sociales (Pérez Taylor, 2002).
La memoria colectiva no es un artefacto que permita revivir el pasado, sino que su misión primordial consiste en la reconstrucción social del pa- sado en el presente. Esta funciona como una instancia reguladora de los recuerdos del individuo en torno a hechos y objetos muy concretos que adquieren significación y virtualidades en función de las circunstancias y los interrogantes que se suscitan en el momento presente.
Vista así, la memoria colectiva designa los marcos sociales que todo grupo humano ofrece a la conciencia del individuo para que pueda llevar a cabo, en el presente, la reconstrucción de sus recuerdos. La memoria co- lectiva, como regulador social, pone al alcance de la mano de individuos y grupos algunas convenciones culturales que permiten la articulación de aquellos sistemas de clasificación que posibilitan la representación ais- lada de los acontecimientos, como su localización en el tiempo y en el espacio. Cada memoria personal realiza una apropiación personal de la memoria colectiva en cuyo interior se encuentra instalada (Duch, 2002).
Prácticas y memoria
¿Cómo pueden participar la memoria y la tradición en la configuración del presente? Esta pregunta se planteó Halbwachs (2004) y la respuesta que ofreció subraya el hecho de que el pasado no puede ser simplemente almacenado en una especie de archivo llamado memoria, sino que todo lo que se encuentra vinculado con el pasado, continuamente se ve modificado por los interrogantes que desde el presente se plantean.
La reconstrucción del presente nunca tiene lugar a partir de la nada, tampoco se trata de un proceso individual encaminado a satisfacer nece- sidades personales. La reconstrucción del presente es una cuestión que se refiere directamente a la memoria colectiva como proceso social con diná- mica propia, en la que el acto de recordar se convierte en un instrumento muy importante para la organización de los recuerdos compartidos, para la formalización de las metas colectivas que el poder considera como deseables.
La memoria colectiva es una verdadera memoria cultural que enmarca y articula las corrientes de pensamiento que han sobrevivido al pasado, actualizándose, modificadas en función de los retos e intereses del aquí y del ahora, en la experiencia del presente. La tradición y la memoria, por tanto, son procedimientos destinados a la perpetuación de las conti- nuidades y, por eso mismo, tienen el objetivo de ser una especie de hilo conductor para las vivencias y experiencias que forman parte de la vida cotidiana.
Ambos tienen la función de establecer un orden o una secuencia en los acontecimientos del pasado para que sea posible la constitución de unos marcos sociales que faciliten la convivencia de los individuos, redundan- do, de alguna manera, en el ejercicio y la legitimación del poder.
La tradición ha fundamentado su exigencia de continuidad en una autoridad sin restricciones atribuida al pasado, sin negar que las tradicio- nes se encuentran orientadas al presente. La importancia que la tradición acostumbra otorgar al pasado se concreta casi siempre en el hecho de que abre el paso hacia el futuro y que, de alguna manera, ya desde el presente permite configurarlo.
En la tradición, el valor de su autoridad no se debe a su ancianidad, sino al hecho de que puede ser utilizada y aplicada como una ayuda para tomar y legitimar las decisiones en el presente, como una especie de con- trol ante las innegables incertidumbres que presenta el futuro.
En definitiva, la tradición es, primordialmente, una cuestión del pre- sente. Desde cada momento presente se desprenden consecuencias muy diferentes según se considere al pasado desde el punto de vista de la tra- dición o desde la perspectiva de la historia. La tradición establece un vínculo reflexivo, siempre provisional y necesitado de contextualización, entre el aquí y el ahora, y el pasado al que la tradición hace referencia.
De hecho, desde la óptica de la tradición, el pasado nunca es una mag- nitud definitivamente clausurada, concluida, encapsulada en ella misma, sino que se trata de una fuerza latente que, con el recurso de la memoria, puede llegar a ser efectiva para la configuración de cualquier presente (Duch, 2002).
Al respecto, Fernández de Rota (2005) nos menciona que la tradición no es necesariamente comunión de sentidos y sentimientos, sino convic- ción de pertenecer y sentirse adscritos a una línea sucesoria que conecta el presente con el pasado a través de una serie de hechos simbólicos rein- terpretados que sirven como vínculo. Estos hechos simbólicos parecen convertirse cada vez más en consciente representación.
La tradición es una manera de contemplar la cultura como una manera de construir el presente en términos del pasado. Pero la cultura no es un
archivo cerrado de contenidos, la transmisión generacional constituye un inmenso bagaje, el peligro es entender lo que se transmite como un con- junto estático de objetos inertes.
La vida de cada generación y su forma de replantear y contestar lo aprendido por parte de la nueva generación se apoya en un continuo in- tercambio de ideas y contrastes. Desde esta perspectiva, se hace necesario resaltar la capacidad de evocación y acción política que tiene la tradición. De acuerdo con Pérez Taylor (2002):
La tradición se convierte en el conducto que representa el pasado en el presente, en sus variadas manifestaciones. Las tradiciones se expresan verbalmente, y por lo tanto, son contadas con los momentos coyunturales por los que pasa la comunidad. Esto quiere decir que la tradición se convierte en la esperanza del grupo para conocer lo que debe hacerse, con base en un conocimiento mítico del pasado. Ahora bien, este conocimiento fue la guía arquetípica del hombre en sociedad, sosteniéndose con base en la elaboración de un imaginario social impregnado de hechos reales pero, igualmente, de pasajes ilusorios producto de los deseos comunes de la sociedad. Estos testimonios se modifican cada vez que son contados y ajustados a los momentos vividos […]. La acumulación de estos recuerdos se vio consumada en la elaboración de discursos que prepararon el camino del mito en primer lugar […]. Estas narraciones se mantuvieron vivas en la memoria colectiva, mientras no formaran parte de la historia, pues podrán ser contadas cuantas veces fuera necesario y en las versiones que necesitara la comunidad (p. 27).
La memoria colectiva es una forma de metamemoria, es decir, un enunciado que los miembros de un grupo quieren producir acerca de una memoria supuestamente común; la identidad que de este ejercicio
se desprende es ciertamente una representación.3 La memoria colectiva sigue las leyes de las memorias individuales, que permanentemente, más o menos influidas por los marcos de pensamiento y de experiencia de la sociedad, se reúnen y se dividen, se reencuentran y se pierden, se separan y se confunden; combinaciones múltiples que forman así configuraciones de la memoria más o menos estables, durables y homogéneas.
En la relación que mantiene con el pasado, la memoria humana es siempre conflictiva. Está hecha de adhesiones y rechazos, de consenti- mientos y de represiones, de aperturas y de cierres, de aceptaciones y de renunciamientos, de recuerdos y de olvidos. El recuerdo tal y como se revela en toda totalización existencial verbalizada nos hace ver que la memoria es también un arte de la narración que compromete la identidad de los sujetos.
El complejo trabajo de la memoria tiende a construir un mundo relati- vamente estable, verosímil y previsible, donde los deseos y los proyectos de vida cobran sentido y donde la sucesión de episodios biográficos pier- de su carácter aleatorio y desordenado para integrarse en un continuum tan lógico como sea posible. En este sentido, quien recuerda domestica el pasado, pero sobre todo se lo apropia, lo incorpora y le imprime su sello; es una suerte de etiqueta memorialista que cumple la función de signifi- cante de la identidad.
En función de los desafíos del presente, ese acto de memoria orga- niza las huellas mnémicas dejadas por el pasado, las unifica y las hace coherentes, a fin de hacerlas capaces de fundar una imagen satisfactoria. En toda anamnesis, es imposible disociar los efectos ligados a las repre- sentaciones de la identidad individual de aquellos que dependen de las representaciones de la identidad colectiva.
Cuando este acto de memoria, que es la totalización existencial, dis- pone de marcas sólidas, aparecen memorias organizadoras, poderosas, fuertes, que refuerzan la creencia en la comunidad de un origen o de una historia de todo el grupo. En todos los casos, ese trabajo es colectivo desde su origen, porque se manifiesta en el tejido de las imágenes y del lenguaje que se deben a la sociedad y que hace posible la puesta en orden del mundo.
Desde esta perspectiva, el momento original, la causa primera, es siempre un desafío para la memoria, razón por la cual la referencia al ori- gen es una invariante cultural. Esto no impedirá que grupos e individuos crean posible abolir la continuidad del orden temporal para instaurar un nuevo momento original que vendrá a fundar su identidad presente.
Cuando la determinación de ese momento de origen pueda prescindir de una historización de los acontecimientos fundadores, estos serán en- tonces arraigados en una antigüedad indeterminada, con el propósito de naturalizar la comunidad que, a partir de entonces, no tendrá necesidad de otra definición que su autoproclamación.
Memoria colectiva y olvido
El olvido es parte importante de la memoria. No pueden disociarse estos elementos, dado que, como hemos visto, uno lleva necesariamente al campo del otro. Las sociedades han buscado perpetuar la memoria a partir de técnicas; por ejemplo, aquellas que forman parte de rituales, a los que tienen acceso solo a una pequeña parte del grupo.
Estos elegidos buscan por medios diversos constituirse en la memoria del grupo, dado que han sido capaces de rememorar lo que para el gru
po es significativo. Esta memoria guía le permite al grupo perpetuarse, reproducirse, proyectarse en el tiempo a partir de lo rememorado. Esta es una lucha por no olvidar; a partir de la rememoración puntual y casi automática, el grupo se juega su presente y su porvenir. La memoria aquí es el eje a partir del cual se articula el sentir, el ser y el poder ser del grupo dentro del tiempo.
Este tipo de memorias ilustran, muestran, escenifican los orígenes, la sucesión de gobernantes, las genealogías reales. Por tanto, esta memoria es altamente valorada y significada por las posibilidades que ofrece. Sin embargo, el olvido se encuentra presente, es decir, una memoria con la capacidad para autoreferirse no escapa al olvido. En cada rememoración opera la resignificación de lo rememorado, impregnada esta de los mati- ces del olvido.
Consideramos que la representación está constituida por el olvido. En la medida en que se es incapaz de traer de la memoria el hecho total en tanto acontecimiento, la rememoración no es neutral, es un espacio en el cual se encuentran operando una serie de elementos que le imprimen sellos particulares, le significan de maneras diversas.
En este sentido, lo que la memoria pone en evidencia es un hecho que ha cobrado un sentido tal vez nuevo que responde al presente en el cual se muestra. Lo rememorado no surge de manera fortuita, no se trata de un hecho que de pronto rompe el silencio del olvido para hacerse pre- sente, hace su aparición en tanto es evocado por una necesidad actual y actualizante.
El recuerdo no es inmanencia, el olvido no es solo ausencia. Esta relación entre ausencia-presencia nos dice que la memoria es capaz de brindar una serie de eventos concatenados, a partir de una disposición coherente. Se trata de un juego de tiempos, de una relación dialógica que surge en el presente, va al pasado y se proyecta en el futuro.
En este trayecto temporal, la memoria y el olvido cobran un sentido; a partir de este trayecto el tiempo puede comprenderse y la trayectoria del hombre encuentra un espacio de acogida. Este complejo proceso se ma- terializa en esto que llamamos cultura y que nos brinda las posibilidades
de ser, de pensar y de actuar en un contexto particular. Así, Duvignaud (1997) apunta:
Si el filósofo hubiera tenido en cuenta el olvido, jamás habría tenido validez cierta imagen sumaria de la historia: la que, siguiendo el modelo del evolucionismo del pasado, hace a la génesis del presente, de lo simple y de lo arcaico, la matriz del progreso y de lo complejo. ¿Por qué aferrarse a la conservación social si el olvido surge a cada ruptura, en cada segmento del tiempo?
¿Cómo definir las posibilidades que el olvido ofrece a la memoria a partir de los quiebres que la misma presenta en su estructura? El acto de rememoración es un quiebre que va aparejado a la conservación de un pasado que en él surge, es una posibilidad para la representación.
Al momento de hacerse presente un hecho social, se configuran un conjunto de hechos, de significados, de sentidos, de posibilidades de comprensión y de reapropiación de lo rememorado. La rememoración encuentra eco en otras memorias, se trata de otras narrativas que le impri- mirán sentidos nuevos.
Lo rememorado es invocado a partir de una necesidad concreta y esta surge de un contexto específico que da pie a un enfrentamiento de narrati- vas, de olvidos y de luchas, buscando la legitimidad del hecho recordado. Se trata de una estructura de poder bastante clara que se configura a partir de la relación entre la memoria y el olvido. Esta busca, a partir de la le- gitimidad, que la memoria le confiere instaurar, conservar, preservar un hecho y, por tanto, un sentido.
¿Para qué rememorar?, ¿para qué conservar a partir de la legitimidad de la memoria una serie de hechos que son reclamados por un contexto que se niega a desaparecer? ¿Qué puede decir la antropología a esto?, ¿qué ha dicho en relación con el olvido?
Queda claro que no se puede prescindir del olvido en el intento de comprender la memoria. El olvido es un espacio que permite configurar y
resignificar a la memoria. Una antropología de la memoria ha de tenerlo en cuenta como posibilidad para comprender la complejidad de la reme- moración. En función de lo referido, Duvignaud (1997) considera
que una sociedad se transforme, que desaparezca, que lo que de ella subsiste permanezca en estado de fantasma. Fantasmas o imágenes que conservan grupos restringidos, élites […] no reconstruyendo una sociedad pedida, sino reinventándola, se trata no de reconstruir una sociedad perdida, sino de reinventar sus formas… Sólo el olvido provoca a pesar de los pesares la innovación, porque las estructuras sociales, más fuertes que el recuerdo, llaman a reconstituir los modelos que devuelven al hombre el sentimiento de una totalidad en la fragmentación del esclavismo o la dispersión de la duración (p. 72, énfasis propio).
¿Qué es el olvido? Evidentemente no se trata solo de no recordar, o de la imposibilidad para recordar. El olvido trasciende esta concepción, se arraiga en los fundamentos de la organización social, fluye a partir de las genealogías y los mitos, tiene un acomodo en cada hecho y en cada cadena de hechos que configuran la vida pública y privada de un grupo, de una comunidad.
El olvido es un articulador con varias funciones; puede legitimarse en tanto posibilidad para resignificar un hecho, puede facilitar la representa- ción de una cadena de hechos y de sentidos. El olvido da lugar a nuevas formas de organización social, puede instaurarse en el sistema de produc- ción de sentidos de todo grupo humano.
El olvido funda naciones, estados, dinastías, crea posibilidades de inserción social, de reacomodo social, permite a los miembros de una so- ciedad recrear los hechos que necesitan ser recreados y no necesariamente llevar a los otros al oscuro diván de los desechos, sino acomodarlos en las apacibles aguas de Leteo, esperando ser llamados a escena.
El olvido es compartido, surge a nivel de las colectividades, de las grandes naciones y estados, de los grupos que en sus movimientos se
reinventan y se autodefinen, y es aquí en donde tiene este doble movi- miento que va de lo colectivo a lo individual. Cierto, cada sociedad ha encontrado sus formas para crear y estimular la memoria, pero también cada sociedad ha encontrado los mecanismos a través de los cuales da pauta al olvido.
Se aprende la memoria de memoria, pero el olvido también se apren- de, también se transmite, también posee estructuras de acogida en donde toma forma y desde donde reclama su lugar en la producción de sentidos que le dan nombre, un espacio desde el cual operar como un claro confi- gurador de la memoria.
Algunas consideraciones finales
La memoria no es un pasado absoluto, sino una cadena temporal que hace una diferencia clara entre lo acontecido, lo que puede llegar a acontecer y el presente como el espacio que se abre entre estas dos temporalidades. Por tanto, la memoria no es solo un almacén de hechos de conciencia, no se trata tampoco del asiento de las temporalidades a las que hace referencia el sujeto y que toma como una directriz para su ubicación espacio temporal.
La memoria implica la posibilidad de concretar la construcción del sujeto, pero también, nos ofrece la posibilidad para entender cómo se construye a sí misma, cómo se configura y cómo se constituye en el ar- ticulador de la organización de toda sociedad; se trata de una institución social, política y económica.
Por lo anterior, la antropología de la memoria no se puede considerar como la suma de memorias individuales pertenecientes a comunidades y a tiempos específicos. Esta no ha de perder de vista que está ante una institución y como tal tiene reglas, límites, valores, formas concisas de apropiarse y reapropiarse del pasado. Este movimiento que le caracteriza no es fortuito, obedece a prácticas y políticas específicas, es producto de las relaciones que establece esta institución con otras que le rodean y la más inmediata es el olvido.
Desde esta perspectiva, la antropología nos permite aproximarnos a ese conjunto de narrativas, prácticas, hechos fundadores y sucesos sig- nificativos, reconocidos por un grupo. Cierto, no podemos contemplar que por esto la memoria ha de guardar una fidelidad y homogeneidad absolutas.
Es una realidad: la memoria se integra por rupturas que también le dan significado. En esa aparente falta de homogeneidad, la antropología ha de buscar respuestas, sentidos, procesos políticos y estructuras de poder que faciliten su cabal comprensión. Así, la rememoración no surge de manera espontánea, sino que es producto de una serie de mecanismos de produc- ción de sentido, que caracterizan a un momento y contexto determinados. La memoria es producto de las condiciones a las que reproduce.
En el sentido de lo antes descrito, consideramos que una antropología de la memoria ha de partir del hecho de comprender a esta dentro del con- texto en el cual se desarrolla, una memoria en contexto. Este comprender implica la posibilidad de ver la memoria como un proceso de formación, es decir, tratar de poner de relieve los elementos que le están dando sen- tido; no partir de la memoria como un hecho en sí y para sí, sino poder descomponerla, buscar en ella los intersticios que se encuentran operan- do, las fracturas, las rupturas.
Desde esta perspectiva, hacer un trabajo de genealogía de acuerdo a lo propuesto por Foucault no implica trazar una curva lenta de la evolución o configuración de la memoria. Por tanto, no interesa la búsqueda del ori- gen, ni encontrar su comienzo histórico, es necesario conjurar la quimera del origen.
Es preciso reconocer los sucesos que constituyen a la memoria, sus sa- cudidas, sus sorpresas. No se trata de una fuente o procedencia genérica, sino de percibir todas las marcas sutiles, singulares que pueden entrecruzar- se y de hecho se cruzan, para formar una memoria difícil de comprender. Se trata no de un comienzo, sino de innumerables comienzos.
La antropología de la memoria no pretende remontar el tiempo para establecer una gran continuidad por encima de la dispersión del olvido, ni demostrar que el pasado está todavía ahí, vivo en el presente. Esta pre
tende percibir las luchas de poder que operan en torno a la rememoración, identificar los dispositivos que ponen en marcha las instituciones sociales que fundamentan y acogen el hecho recordado.
El trabajo de la memoria se produce en función de un determinado estado de fuerzas que en su confrontación den lugar a procesos de ol- vido. El olvido comparte con la memoria un estatus de igualdad, no se trata de la “otra cara”, es una institución, con sus formas específicas, sus dispositivos necesarios y con una estructura de poder que le es propia, la violencia, tal vez, entre las más usadas.
¿Imponer el olvido a través de la violencia? Sí, también el olvido ope- ra por medio de la violencia, por los canales de la guerra, a través de la limpieza de sangre. El genocidio y el etnocidio no le son del todo desco- nocidos. La memoria no escapa a esta premisa.
De este modo, se hace necesario analizar a la memoria y al olvido como una institución, como un hecho que se está configurando y recon- figurando, recreándose en el tiempo, integrando y desechando nuevos elementos, nuevos hechos, nuevas posibilidades de acción. Ambos son una institución dinámica, y este dinamismo viene dado a partir de las preguntas y las necesidades que el presente les plantea. La memoria y el olvido son un hecho del presente, desde donde se establecen las condicio- nes para su comprensión.
Referencias bibliográficas
Benjamin, W. (2008). Tesis sobre la historia y otros fragmentos. Ciudad de México, México: Ítaca-Universidad Autónoma de la Ciudad de Mé- xico.
Bergson, H. (1994). Memoria y vida. España: Altaya.
Candau, J. (2006). Antropología de la memoria. Argentina: Nueva Visión. De Certeau, M. (2000). La invención de lo cotidiano. I Artes de hacer.
México: Universidad Iberoamericana-Instituto Tecnológico y de Estu- dios Superiores de Occidente.
Duch, Ll. (2002). Antropología de la vida cotidiana. Simbolismo y salud. España: Trotta.
Durand, G. (1999). Ciencia del hombre y tradición. El nuevo espíritu antropológico. España: Paidós.
Fernández de Rota y Monter, J. A. (2005). Nacionalismo, cultura y tradi- ción. España: Anthropos.
Foucault, M. (1997). Nietzsche, la genealogía, la historia. España: Pre- textos.
Halbwachs, M. (2004). Los marcos sociales de la memoria. España: Uni- versidad de Concepción-Anthropos.
Leroi-Gourham, A. (1971). El gesto y la palabra. Venezuela: Biblioteca de la Universidad de Venezuela.
Pérez Taylor, R. (2002). Entre la tradición y la modernidad: Antropología de la memoria colectiva. México: Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Antropológicas-Plaza y Valdés.
Vansina, J. (1996). La tradición oral. España: Labor.
Cómo citar este texto
Paz Frayre, M. A., Nuño Gutiérrez, U. y Trejo Luna, A. (2018). Apuntes para una antropología de la memoria. Punto CUNorte, 4(7), 27-50.
* Centro Universitario del Norte de la Universidad de Guadalajara, México.
** Centro Universitario del Norte de la Universidad de Guadalajara, México.
*** Centro Universitario del Norte de la Universidad de Guadalajara, México.
1 Jan Vansina (1996) nos describe los usos que se han hecho de la llamada tradición oral, concebida esta como el asiento de las memorias que posee cada grupo y que forman parte del conjunto de prácticas que le son propias. Cabe destacar el énfasis que se pone a lo largo del texto sobre las formas a partir de las cuales se hace uso de la memoria, el contexto que rodea al aprendizaje de los hechos a resguardar y el contexto mismo en el cual se ha de rememorar lo memorizado.
2 Es interesante anotar la reflexión de Halbwachs (2004) en torno a la memoria viva en contra- posición directa con la historia, que le permite marcar una diferencia entre la memoria que se va resignificando en relación con el presente y, en ese sentido, adquiere su significación en tanto memoria. Por otro lado, la historia queda definida en relación con un texto, por lo cual la llama institución y la equipara al Estado.
3 Al respecto, Candau (2006) hace una diferencia entre lo que llama memoria fuerte y memoria débil. En este sentido, una memoria fuerte sería una memoria masiva, compacta y profunda que se impone a la gran mayoría de los miembros de un grupo, cualquiera que sea el tamaño de este. Una memoria fuerte es una memoria organizadora, en el sentido de que es una dimensión importante de la estructuración de un grupo y, por ejemplo, la representación que este va a hacerse de su identidad. Una memoria débil no tendría contornos definidos, sería difusa, superficial, difícilmente compartida por un conjunto de individuos cuya identidad colectiva es, por ese mismo hecho, relativamente inasible. Una memoria débil puede ser desorganizadora, en el sentido de que puede contribuir a la desestructuración de un grupo. En ocasiones, esta debilidad se da en determinado momento histórico y proviene de su incapacidad para estructurar y organizar el cuerpo social por razones ligadas a los cambios que este haya podido conocer.
- Inicie sesión para enviar comentarios